viernes, 3 de febrero de 2017

BALLENA

¿QUÉ HAY EN UN NOMBRE?

Susana Bianconi y Andrés Galindo Bianconi
Publicado en la revista CAMBIO del Estado de México # 138 de diciembre 2016


Shakespeare le hace decir a Julieta: “¿Qué hay en un nombre?” refiriéndose a los apellidos Montesco y Capuleto que se interponen en su amor por Romeo. La frase se ha hecho célebre y nos habla de la trivialidad de muchos nombres propios.
En urbanismo la banalidad se refleja en los nombres dados a los conjuntos privados en las calles cerradas que tienen apelativos de alcurnia, de títulos nobiliarios, de bosques inexistentes y de grandezas de las que carecen.
Algunos mueven a risa, otros son ironías involuntarias como el caso de los muchos “Reales” que se ubican en calles Miguel Hidalgo (quien abolió la realeza). O bien, los conjuntos con nombre de santos y cuya dirección está en calles Lerdo o Juárez, los célebres autores de las leyes de desamortización de bienes eclesiásticos. Y la ignorancia es cómica cuando se vuelve pretenciosa, como en el caso de Bosque de Ciruelos. Los bosques de ciruelos no existen, solo hay huertas de ciruelos.
La lista es interminable: los mayorazgos, los condados y los reales regresan por sus fueros. Hay una gana de volver a los tiempos del Virreinato, una nostalgia por pertenecer a la nobleza insular que llama la atención. El primero en el que reconocimos la contradicción fue “Real de San Martín” en la calle Nicolás Bravo… pobre Nicolás Bravo, él que dio su vida luchando contra la realeza. Los promotores inmobiliarios conocen las flaquezas de sus víctimas y a ellas apelan a la hora de venderles gato por liebre. Así colocan nombres de ciudades italianas a caseríos construidos con usura, block y tablarroca.
Pero hay sitios que no tienen nombre. ¿Cómo llamarle al distribuidor vial de Toluca en el cruce de las avenidas López Portillo y Alfredo del Mazo?, ¿Qué hay en esos dos nombres? ¿A qué nos remiten, qué nos recuerdan, qué nos dicen? Estos nuevos Montescos y Capuletos no cuentan una historia de amor sino una de horror, una historia de cuatro años de obras inconclusas, mal hechas y mal diseñadas. Una obra donde las piezas metálicas se caen solas sobre los vehículos y matan gente.
Busquémosle un nombre a este crucero de la muerte, donde tantos han sido asaltados y atropellados porque carece de banquetas, porque carece de cruces peatonales y todo porque fue concebido exclusivamente para los vehículos motorizados… y resulta que la gente no tiene motor,
ni quema gasolina, ni tiene faros. Para los que trazaron este enredo de vías rápidas inhumanas, la gente sin auto no existe, ni las ven ni las oyen.
Pero, si les parece bien, pongámosle un nombre Virreinal al adefesio, ¿la Santa Inquisición quizás? ¿El marquesado del Valle de Oaxaca? ¿Hernán Cortés? O mejor lo llamamos “La Ballena”, a secas. Sabemos que el nombre técnico de la pieza metálica que mató a José Juan Díaz el 25 de diciembre de 2016 no es ballena, pero los periodistas y la gente en general así la dio en llamar aquel trágico día. Y como absurda fue esa muerte, como absurdo es ese no-lugar, no menos absurdo debe ser su nombre: Ballena.
Para que no se nos olvide que hay sinsentidos urbanos, la Ballena deberá llamarse el sitio que hoy no tiene nombre. Con perdón de Shakespeare.

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