jueves, 8 de diciembre de 2016

CALLES MUERTAS

Susana Bianconi               
Publicada en CAMBIO de Estado de México 138# , noviembre 2016
La mezcla es la razón de ser de la ciudad, un lugar de gentes libres e iguales. La ciudad debe ser reductora de las desigualdades. Jordi Borja (arquitecto Catalán)

Ver por la ventana no tiene gracia en un conjunto residencial. No pasa nada, ni nadie. Los vecinos salen en auto y a veces alzan la mano, cuando te reconocen. A pie, solo ves pasar a la enfermera de la anciana de la esquina, al chico que encera carros y al señor que viene a pasear los perros de otro.
Eventualmente entra el camión del gas. Como es grande, es la mayor atracción desde la ventana. Los domingos en alguna casa se ve movimiento de autos ajenos, los invitados se meten pronto y la calle vuelve a la acostumbrada quietud.

Una vez se armó una palomilla de jovencitos a la vuelta. Duró poco; una vecina trajo a la patrulla de policía municipal para desarticularla… no fueran a estar planeando el robo de su casa. Los chicos eran una anomalía para ella, para la guardia de seguridad privada que nos cuida y para la policía que amenazó con llevarse al que anduviera de vago.
Total, mirar para afuera no tiene ahora más entretenimiento que el paso de las nubes. Los vecinos crecemos y envejecemos en cámara lenta, en la quietud de un conjunto de casas vacías, donde no hay heladerías ni cafés ni tlapalerías o verdulerías. De noche la gente regresa y ya no alza la mano, nadie te reconoce en la oscuridad. El súper se descarga desde la cajuela del auto.
La calle sin embargo era la escuela de la vida en sitios que no tenían reja de acceso ni portero controlador. En esas calles se trajinaba, se bajaba del autobús, se compraba de todo, se saludaba de mano, se ayudaba a cruzar, se juntaba en la esquina, se conversaba y se miraba pasar a los demás sin ser considerado vagabundo.
¡Pero hoy hay tantos kilómetros de calles muertas! ¡Si tan sólo las pudiéramos unir con alguna calle viva!, si se valiera quitar las rejas y dejar pasar a los demás, a los que van de paso, a los que vienen a ver los árboles y a tirarse en el pasto del área verde que nadie usa; ¡qué lindo sería mirar entonces por la ventana! Podría quizás ver pasar a niños a pie a la escuela y a sus maestros también como cuando era niña y esperaba en la puerta a que mi hermana mayor regresara de la escuela.
Pero las bardas perimetrales de la exclusiva calle cerrada impiden que se vuelva a la vida. La inmovilidad tiene estatus de segregación social en jaula de oro. Desde la ventana no se alcanza a ver la mirada de nadie más, apenas la mía propia reflejada en el vidrio. Esta calle no es escuela de vida sino de muerte anunciada. La muerte de la sociedad integrada, la que ahora está partida en dos: la de las calles vacías y la de las calles repletas de vida y de carencias.
Las calles cerradas, las conocidas como privadas, nacen muertas y como frutas podridas, pudren la ciudad. Las calles que no van a ningún lado, estorban como un tumor en el cuerpo, como un cáncer en la sociedad urbana. El reglamento de la nueva ley de Asentamientos Humanos deberá acotar el abuso de la segregación espacial y abrir estas calles ya instaladas para disfrute de todos. Que las calles sean espacio público, no privado.
No se trata de anarquía, sino de justicia espacial.