Publicado en la revista CAMBIO del Estado de México #109, junio 2014
En la película La Grande Bellezza,
ganadora del Óscar a la mejor cinta extranjera, se observa a la farándula
intelectual romana consumiendo cocaína con soberana soltura. Fiesta sofisticada
que baila sobre ríos de sangre latinoamericana, ya que la cocaína se produce y
trafica en América Latina. Y en el libro
“El Cuerpo Humano” de Paolo Giordano, se narra el mundo de la cocaína entre la
soldadesca italiana, en las barracas de Afganistán a principios de este siglo.
Porque los militares son humanos y consumen también, para poder hacer la guerra
y para soportar el miedo.
Al tiempo, el alcalde de Toronto, adicto confeso, se
rehabilita en Washington, es decir, en la capital de la policía del mundo, donde
lo tratan bien; mientras que a las mulas que trasiegan en la frontera, a ellas
sí las detienen, las encierran y las deportan.
La moraleja parece ser: para consumir
abiertamente cocaína debes ser italiano o bien alcalde canadiense.
Cuando Maradona era un joven estrella
del futbol fue adquirido por el Napoli y convertido en rehén de la cocaína.
Tenía dinero con qué pagar y nadie se fijaba en el detalle de su consumo de
polvito ilegal. Su culpa, como la de tantos otros conspicuos consumidores de
cocaína es que cuando finalmente fue rehabilitado, tratado por los cubanos, no
salió a hacer campaña por la despenalización de este asunto. Su culpa reside en
preferir que las cosas sigan en la
clandestinidad… para beneplácito de las mafias.
No es el único caso, Elton John, se
libró de su adicción pero tampoco ha hecho nada para que la violencia del
narcotráfico desaparezca de los países pobres. Porque en los países ricos, la
coca es un lujito tolerado que nadie se molesta en combatir. Los ricos pueden
pagar y nada más importa. El libro de Roberto Saviano “Cero, Cero, Cero” lo
relata con claridad: en la City de Londres, la coca es cotidiana y se deja al
libre albedrío del consumidor la responsabilidad de sus consecuencias, como con
el alcohol y el tabaco. Nadie muere por vender ni por consumir cocaína en esos
niveles.
Sin embargo la DEA no lo entiende así
y se atiene al manual de drogas prohibidas, haciendo las delicias del crimen organizado
que trasiega el dichoso polvito cada vez más caro mientras compra voluntades,
financia campañas políticas, soborna y se deja querer por los arribistas.
En 1976, cuando se luchaba en Europa
por la despenalización del aborto (para acabar con el comercio insalubre en
torno a las terminaciones ilegales de los embarazos), brillantes y valientes
mujeres salían a las calles desafiando a la autoridad cómplice de ese comercio
sucio, con pancartas que rezaban “yo también he abortado”. No veo nada semejante en torno al caso de la
cocaína, ningún Maradona ha salido a la calle a decir que es mejor vivir en un
mundo seguro para todos que en uno clandestino. Nadie se quita la máscara de la
hipocresía como aquellas mujeres del siglo pasado. El descaro de los creativos
italianos contemporáneos es lo más cercano a sinceridad en estos días de
apariencias guardadas.
La clandestinidad genera monstruos y
no es suficiente con que Clinton u Obama confiesen haber probado marihuana. Se
requiere reglamentar el consumo de los estupefacientes, así como se reglamenta
el protocolo sanitario de la interrupción legal del embarazo no deseado. Los
ciudadanos debemos hacernos responsables de nuestros actos como mayores de edad
y dar la cara por nuestros vicios, los que no son demonios inconfesables sino
tendencias psicosociales, y que como el rapé del siglo XVIII, caerán en desuso
gracias a su aceptación social.