domingo, 30 de noviembre de 2014

PRIMERO EL PEATÓN

CUANDO LOS PEATONES MANDABAN EN LAS CALLES
Por Clive Thompson
Smithsonian Magazine
Diciembre 2014
Traducción: Susana Bianconi
Cuando visitas hoy en día cualquier ciudad de América, hay un mundo de autos, con peatones esquivando los carros veloces. Resulta difícil imaginarlo ahora, pero a finales de 1890, la situación era enteramente al revés. Los transeúntes dominaban las arterias y los autos eran los escasos, tentativos entrometidos. Los carros tirados por caballos y los tranvías existían, pero eran comparativamente lentos.
Entonces los peatones mandaban. “Las calles estaban absolutamente negras de gente” como un observador describiera la vista en la capital de la nación. La gente deambulaba para delante y para atrás por el centro de la avenida, deteniéndose a comprar antojitos a los ambulantes. Charlaban con amigos o hasta se “hacían manicure” tal como una cámara de comercio comentara ácidamente. Y cuando se bajaba de la acera, lo hacían donde se le daba la gana.
“Salían directo a la calle, dando apenas un vistazo de reojo alrededor… donde fuera y en cualquier ángulo,” como me cuenta Peter D. Norton, historiador y autor de Peleando el Tráfico: El amanecer de la Edad Motorizada en la Ciudad Americana. “Chicos de 10, 12 o 14 vendían periódicos, entregaban telegramas y corrían erráticamente”. Para los niños, las calles eran parques de diversiones.
A comienzos del siglo pasado, los vehículos motorizados eran hechos a mano, juguetes caros de los ricos, y considerados ampliamente como escasos y peligrosos. Cuando el primer auto eléctrico vio la luz en la Gran Bretaña en el siglo XIX, el límite de velocidad se puso en 6.4 kilómetros por hora, así un hombre correría adelante con una bandera, avisando a los ciudadanos de la amenaza que venía, anota Tom Vanderbilt, autor de Tráfico: Por Qué Manejamos Así (Y lo que Dice de Nosotros).
Las cosas cambiaron dramáticamente en 1908 cuando Henry Ford lanzó el primer Modelo T. De repente un auto se volvía asequible, y uno rápido también: el Modelo T podía alcanzar los 72 Km/hr. Las familias de clase media se los arrebataban, sobre todo en las ciudades, y conforme empezaron a correr por las calles, atropellaron gente – con letales resultados. Para 1925 los accidentes automovilísticos representaban dos tercios del conteo de muertes en ciudades con más de 25,000 habitantes.
Se levantó un clamor contra los automovilistas. El público los consideraba asesinos. ¿Caminar en las calles? Era lo normal. ¿Manejar? Esto era aberrante - una manera nueva de comportamiento egoísta.
“La Nación Decretó Contra Muertes por Autos” decía un encabezado de una típica historia del New York Times, vituperando “la orgía homicida de los automóviles”. La editorial siguió citando al magistrado de la Corte de la Ciudad de Nueva York, Bruce Cobb, quien exhortaba “la carnicería no puede seguir así. El despedazamiento y aplastamiento no puede continuar.” Caricaturas editoriales rutinariamente mostraban un auto tripulado por un tractorista, segando inocentes.
Cuando Milwaukee lanzó un concurso del poster “semana segura”, los vecinos mandaron ominosos diseños de víctimas de accidentes vehiculares. El ganador fue un dibujo de una mujer horrorizada sosteniendo el cuerpo ensangrentado de su hijo. Los niños atropellados mientras jugaban en la calle fueron los más sentidos. Sumaron un tercio de todas las muertes por atropellamiento en 1925; la mitad fueron embestidos en la misma cuadra de sus casas. Durante el evento “Semana Segura” de 1922 en Nueva York desfilaron 10,000 niños por las calles, 1,054 de ellos lo hicieron en un grupo aparte simbolizando el número de víctimas del año anterior.
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Para principio de los 20s, el sentimiento anti-auto era tan fuerte que las asociaciones de fabricantes y de automovilistas – que se autonombraban “motordom”- temieron que perderían al público para siempre.
Podías ver el daño en la venta de autos, que bajó un 12% entre 1923 y 1924, después de un constante incremento. Aún peor, la legislación anti-auto destelló: Ciudadanos y políticos se movilizaron para que los legisladores pusieran límites de velocidad a los carros. “Restringirlos a 18 o 24 Km/hr”, como lo solicitaba en una carta un lector. Charles Hayes, presidente del Motor Club de Chicago, se lamentaba de que las ciudades impusieran “restricciones intolerables” a los autos.
Hayes y sus colegas empresarios automotrices decidieron dar pelea. Había llegado el momento de apuntar no al comportamiento de los vehículos- sino al comportamiento de los peatones. Motordom tendría que persuadir a los habitantes de las ciudades que, como lo argumentaba Hayes, “las calles están hechas para que los vehículos circulen”- y no para que la gente camine. Si te atropellaban, era tu culpa, no la del chofer. Motordom comenzó a montar una inteligente y aguda campaña de relaciones públicas.

Su más brillante estratagema: Popularizar el término “jaywalker” (atrabancado). El término deriva de “jay”, un peyorativo término para un campesino torpe. A principio de los 1920s, “jaywalker” no era algo conocido. Entonces las fuerzas impulsoras del automóvil lo promovieron mediante  estampitas para que los Boy Scouts las repartieran de mano advirtiendo a los transeúntes el cruzar la calle solo en las esquinas. En un evento sobre seguridad en Nueva York, un hombre vestido como una semilla de heno era embestido jocosamente una y otra vez por un Modelo T. En el desfile de Detroit de la semana de la seguridad en 1922, la Compañía Packard Motor presentó una inmensa lápida donde se culpaba al atrabancado, no al chofer: “En memoria del Sr. J. Walker: caminó en la curva sin mirar”.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

ACÁBAME DE MATAR


Publicado en Cambio del Estado de México #113, octubre 2014, pag 30

En el Estado de México tenemos la costumbre de acumular cosas inservibles en las calles. Ya hemos hablado de los múltiples postes ociosos que estorban en las banquetas y de los señalamientos encimados de las esquinas. Hoy hablaremos de la necrofilia urbana, caracterizada por conservar los árboles muertos.  




Su aspecto produce escalofríos, nos topamos con estos cadáveres a cada paso y ni siquiera las reforestaciones se ocupan de retirarlos.
Los árboles se mueren cuando llegan al término de su vida, que va, según la especie de los 60 a los 200 años. Los árboles jóvenes son entonces intencionalmente asesinados y mueren de pie soportados por el tocón, es decir, por la raíz del árbol muerto. Las podas excesivas son por lo general las causantes de este crimen.


Sorprende ver cómo los jardineros continúan dándoles cuidados. Los encalan, les recortan el pasto alrededor y los mantienen para horror de quienes admiramos lo vivo, no lo muerto. Carecemos de oficio y tradición en arboricultura, nos falta la apreciación estética del arbolado. La tecnicatura en Arboricultura que ofrece la UAEMex en Ciencias Agrícolas aún no hace escuela en las instalaciones de la propia  Universidad, donde los ejemplares muertos duermen el sueño de los justos.


Así como recomendamos retirar fierros viejos de desvencijadas casetas telefónicas, así recomendamos retirar los árboles muertos (con tocón completo) para ser sustituidos por ejemplares vivos.
Así como se sufre cuando se maltrata a un animal, así se sufre cuando un árbol maltratado muere y su cuerpo se conserva en exhibición, como un toro sacrificado al centro de la arena.